"Sólo hacen falta dos cosas para escribir: tener algo que decir, y decirlo." Oscar Wilde

viernes, 1 de agosto de 2025

Elogio de la paciencia

¿Qué es la paciencia? En una era definida por la velocidad supersónica de la información y la tiranía de la gratificación instantánea, la pregunta misma parece un anacronismo, el eco de una virtud olvidada, empolvada en los estantes de la historia junto a la caligrafía y los mapas de navegación estelar. Vivimos bajo el hechizo de lo inmediato; exigimos que nuestras series se carguen sin demora, que nuestros mensajes reciban una respuesta al instante, que nuestras ambiciones se materialicen con la urgencia de un clic. Hemos construido un mundo que conspira activamente contra la espera, convirtiendo el acto de aguardar en una forma de fracaso, en un intolerable vacío que corremos a llenar con el ruido de cualquier distracción.


Sin embargo, en este frenesí, quizás hemos confundido la paciencia con la pasividad, con una suerte de resignación inerte ante el paso del tiempo. Creemos que ser paciente es, simplemente, no hacer nada. Pero, como suele ocurrir con las grandes verdades, su significado original, aquel que le dio forma y sentido, se ha erosionado con el uso y el olvido. Para redescubrir la naturaleza de esta virtud, para entender su poder, debemos, como siempre, volver a la raíz, al lugar donde la palabra nació y reveló su alma. Debemos viajar a la etimología.

La palabra "paciencia" nos llega del latín patientia, un sustantivo que deriva directamente del verbo patior. Y aquí, en este verbo, yace la clave de todo. Patior no significa "esperar". Significa "sufrir", "soportar", "padecer", "aguantar". Es la misma raíz que nos ha dado palabras como "pasión" (en su sentido original del sufrimiento de Cristo) y "paciente" (el que padece una enfermedad). Por lo tanto, la paciencia, en su esencia más pura, no es la capacidad de esperar sin más, sino la fortaleza para soportar una adversidad sin quebrarse. No es un estado de inacción, sino un acto de resistencia heroica. Es la virtud de quien aguanta el peso —del tiempo, del dolor, de la incertidumbre, del fracaso— y permanece íntegro, dueño de su espíritu.

Entendida así, la paciencia deja de ser una debilidad para revelarse como una forma de coraje. Es el músculo del alma que se contrae para no ser arrastrado por la desesperación. No es el que se sienta a la orilla del río a ver la vida pasar, sino el que construye la presa, piedra a piedra, sabiendo que el agua tardará en acumularse. Es una tensión activa, una perseverancia consciente, una decisión renovada a cada instante de no rendirse al caos. Es, en definitiva, una forma de amor propio y de fe en el proceso, una confianza en que el tiempo, si se le otorga la oportunidad, no solo pasa, sino que transforma, madura y revela.

La historia, ese gran catálogo de la experiencia humana, está repleta de arquetipos que encarnan esta virtud. Podríamos hablar de Ulises, tejiendo y destejiendo su regreso a Ítaca durante diez años; o de Job, soportando la pérdida de todo lo que amaba sin maldecir su fe. Pero quizás no haya anécdota que ilustre mejor esta paciencia activa, esta perseverancia casi sobrehumana, que la del inventor norteamericano Thomas Alva Edison y su búsqueda obstinada de la luz eléctrica.

La historia de la bombilla incandescente no es el relato de un destello de genialidad, sino la crónica de una paciencia monumental. A finales de la década de 1870, en su laboratorio de Menlo Park, Edison se enfrentó a un problema aparentemente simple pero endiablado: encontrar un filamento que, al pasar la corriente eléctrica a través de él, pudiera arder de forma estable y duradera sin consumirse en segundos. La idea era clara; la ejecución, una pesadilla. Probó con todo lo imaginable. Hilos de platino y otros metales, que se fundían o eran demasiado caros. Fibras de algodón, lino, e incluso, según cuentan las leyendas de su taller, pelos de la barba de uno de sus colaboradores.

Cada intento era un montaje minucioso. Crear el filamento, introducirlo en una ampolla de cristal, extraer el aire para crear un vacío que retardara la combustión y, finalmente, conectar la corriente. Y cada intento, o casi cada intento, terminaba de la misma manera: un breve y prometedor destello de luz, seguido por la oscuridad y el olor a quemado. Un fracaso. Luego otro. Y otro. Cientos de ellos. Miles.

Se cuenta que, tras haber superado los diez mil experimentos fallidos, un joven asistente, agotado y desmoralizado, le preguntó cómo podía seguir adelante después de tanto fracaso. La respuesta de Edison es una de las lecciones más puras sobre la naturaleza de la paciencia creativa: "No he fracasado", replicó el inventor. "Simplemente he descubierto diez mil maneras que no funcionan".

Esta frase es la encarnación de la paciencia etimológica. Edison no estaba "esperando" pasivamente a que la solución apareciese. Estaba soportando activamente el peso de miles de fracasos. Cada filamento carbonizado no era una derrota, sino un dato, un paso más en un proceso de eliminación sistemática. Su paciencia no era resignación, era un método científico alimentado por una fe inquebrantable en el proceso. Comprendió que la creación no es un salto, sino una escalera que se construye peldaño a peldaño, y que cada peldaño "fallido" es tan necesario como el último y exitoso. Finalmente, tras más de un año de trabajo incesante, un filamento de bambú carbonizado le dio la respuesta, ardiendo durante más de 1200 horas y, literalmente, iluminando el mundo. La luz no nació de un golpe de genio, sino de la tenacidad de soportar la oscuridad diez mil veces.

Y esto nos trae de vuelta a nuestro tiempo, a nuestro mundo de la inmediatez. Si la paciencia es la fortaleza para soportar el proceso, para entender que el fracaso es información y que el tiempo es un ingrediente necesario en cualquier empresa valiosa, entonces vivimos en la era de la impaciencia radical. Hemos desarrollado una alergia cultural al proceso. Queremos el resultado sin el esfuerzo, la sabiduría sin el estudio, la intimidad sin el cortejo, la luz sin haber probado los diez mil filamentos que no funcionan.

Las redes sociales nos han acostumbrado a una retroalimentación instantánea, donde el valor de una idea o una creación se mide en los "me gusta" que acumula en los primeros cinco minutos. Los algoritmos nos alimentan con contenido diseñado para capturar nuestra atención de forma inmediata, castigando cualquier cosa que requiera una maduración lenta. La cultura del "hackeo de la vida" nos promete atajos para todo, desde aprender un idioma hasta alcanzar la felicidad, vendiéndonos la ilusión de que el camino largo y arduo es para los necios.

En este contexto, elegir la paciencia es, por tanto, un acto revolucionario. Es una forma de rebelión silenciosa contra la tiranía del ahora. Ser paciente hoy significa apagar las notificaciones para poder leer un libro durante una hora sin interrupciones. Significa dedicar meses a aprender una habilidad, aceptando la frustración inicial como parte del aprendizaje. Significa construir una relación lentamente, conversación a conversación, en lugar de descartar a alguien tras una primera impresión imperfecta. Significa, en definitiva, reclamar nuestra soberanía sobre nuestro propio tiempo y nuestra propia mente.

La paciencia, esa antigua virtud de soportar, se convierte así en la herramienta fundamental para la creación de cualquier cosa significativa, ya sea una obra de arte, un descubrimiento científico, una relación profunda o la construcción del propio carácter. Porque todo lo que de verdad importa en la vida, todo aquello que posee un valor duradero, es como la luz de Edison o el diamante del geólogo: no aparece por arte de magia, sino que es el resultado de una inmensa presión soportada con gracia y perseverancia a lo largo del tiempo. Y mientras nuestro mundo acelera hacia un futuro de gratificaciones cada vez más fugaces, la paciencia se erige, silenciosa y humilde, como la más radical y necesaria de las virtudes humanas.