"Sólo hacen falta dos cosas para escribir: tener algo que decir, y decirlo." Oscar Wilde

domingo, 1 de febrero de 2015

Los dioses custodios (segunda parte)

*Aquí está la primera parte, por si no la has leido.

Kanshidú, decidido, fue al puente de mando de la enorme nave espacial, que a su vez hacía de base terrestre, y convocó a su tripulación, que con él en total eran trece.

Los dioses custodios, segunda parte

—He recibido órdenes del Consejo —comenzó diciendo—. La guerra con los urkunts ha empeorado drásticamente, hasta el punto de verse amenazado nuestro planeta madre. Nos han encomendado la misión de modificar genéticamente a los mesh para que nos ayuden en un futuro en nuestra lucha. El capitán Enmen se encargará de la extracción del oro del planeta mientras nosotros realizamos nuestra labor. Tenemos ocho meses para llevar a cabo esta misión. ¡Ah! Una cosa más, e importante además   —concluyó—: hemos recibido informes de que naves de reconocimiento enemigas merodean por este sector, por lo tanto a partir de este mismo instante pondremos la nave en modo de invisibilidad total y suspenderemos todas las comunicaciones, incluso con el capitán Enmen y su tripulación. No me hace falta advertir de las nefastas consecuencias que recaerán sobre aquel que incumpla este mandato, y ponga en peligro la misión. A partir de ahora estamos aislados del resto de la galaxia; difícil tarea nos encomiendan, pero confío en vosotros, amigos.
Sin más, abandonó el puente de mando y se dirigió a su camarote; las piernas le temblaban; con esta acción había traicionado al Consejo y a su pueblo; se había senten-ciado a él mismo y a su tripulación. ¿Un acto heroico o cobarde? Se había obsesionado con evolucionar a los mesh, aunque ello le costara la vida. Trazó un símbolo en el aire y apareció junto a él una pantalla etérica que conectaba con el ordenador central de la nave; tecleó su clave de capitán y envió un mensaje al Consejo, situado en el planeta madre. Les informó que abandonaba en ese mismo instante el planeta Kitimum y ponía rumbo a Sudlash, con la intención de cumplir con la misión encomendada. Acto seguido apagó la señal de posicionamiento, activo la invisibilidad total y cortó todos los sistemas de comunicación de la nave, simulando que habían entrado en el hiperespacio —ya que cuando una nave entra en el hiperespacio, se pierde todo rastro de ella hasta que no sale de él—.

Tenía ocho meses de margen hasta que comenzaran a echarlos de menos. Solo Enmen podía ser consciente del ardid que había tramado, ya que debido a la proximidad en la que se hallaba, apenas 4000 kilómetros, los sensores de su nave podrían detectarlos. Así y todo confiaba en que el excelentísimo Enmen no se desviase de su mission. En caso contrario ambos estaban en igualdad de condiciones, ya que poseían tripulación y equipamiento military similar. Si decidía poner al corriente al Consejo sobre su traición, dispondría de nueve meses hasta que llegase alguna patrulla a pedirle cuentas y probablemente arrestarlo, tiempo más que suficiente para cumplir sus propósitos y después «perderse» en el hiperespacio. Ya no había vuelta atrás, había cruzado el punto de no retorno.

—¿Qué te preocupa, amor mío? —preguntó Inlian a su marido, tumbados en el lecho después de hacer el amor—. Te noto raro desde hace días.

—Kanshidú aún sigue en Kitimum —respondió Enmen sin poder disimular por más tiempo su angustia.

—¿Qué? ¡Imposible! Partió hace más de un mes. Perdimos el contacto con ellos cuando saltaron al hiperespacio.

—No. Eso es lo que nos ha hecho creer a todos. Hace una semana, corroído por una desagradable sospecha, active los sistemas de detección ultra fina y localicé la nave de Kashindú asentada al sureste del continente Kish, cerca del ecuador del planeta. Ha desactivado todas las comunicaciones y está en modo de invisibilidad total. Sé lo que pretende hacer y aún no tengo claro qué hacer al respecto. Lo que no entiendo es cómo habrá logrado engañar a su tripulación para perpetuar este acto de deserción.

—¡Hay que detenerlos! —gritó Inlil poniéndose en pie rápidamente—. Y avisar al Consejo de inmediato. ¿Cómo no has tomado cartas en el asunto al momento de saberlo? Estoy anonadada. ¿Sabes que el Consejo podría amonestarte por tu omisión?

—¡Cálmate Inlil! Si lo piensas fríamente, no hay nada que podamos hacer, salvo continuar con nuestra misión. Preparar la llegada del destacamento minero es nuestra prioridad; cada día que perdamos en nuestra labor de extracción y exportación del oro hacia la Confederación puede ser crucial. No podemos, ni debemos, distraernos con Kanshidú. El ha tomado su decisión —dijo con convicción. En el fondo Enmen aprobaba y admiraba su sacrificio; no era moral ni ético, y había fallado a su pueblo, pero al igual que Kanshidú, él también estaba obsesionado con los mesh.

—Pues avisa al Consejo de inmediato e infórmales de lo que sabes; que envíen lo antes posible una patrulla militar para arrestarlo.

—No querida. Necesitamos todos los efectivos militares en nuestra guerra con los urkunts. Además, para cuando lleguen dentro de nueve meses, Kanshidú ya se habrá marchado, y después excusado de que se habría perdido en el hiperespacio. Lo conozco bien… Hace más de cuatrocientos años que lo conozco; y por respeto a nuestra amistad y a su «inocente» tripulación, no diremos nada a nadie —pronunció mientras le asía la mano a su esposa con ternura.

—Tienes razón…, tienes razón —comprendió Inlil, sentándose nuevamente a su lado y recuperándose de la agitación—. Tenemos que seguir con nuestra misión, el oro es lo primordial ahora. Le deseo lo mejor a Kanshidú y a los mesh; espero que puedan disponer de un buen futuro. Aunque sin oro en su planeta…

Enmen sonrió. Él también había trazado su propio plan.

Kanshidú logró modificar genéticamente, durante esos ocho meses, a miles de mesh en edad de reproducción. Él y su equipo los abducían y los modificaban en cuestión de minutos, sin que se dieran cuenta, con total sigilo, sin producirles ningún trauma o secuela. Él y Enmen había experimentado con los mesh durante siglos, y sabían perfectamente qué hacer y cómo, para impulsarlos hacia una raza superior.

Kanshidú limitó la edad biológica de la emergente especie en cien años. Podía parecer una crueldad, ya que con la manipulación genética adecuada, un ser biológico podría vivir miles de años, tal como los de su raza vivían; pero dada la circunstancia de que los futuros mesh tendrían que valerse por ellos mismos, aislados de todo contacto con otras entidades, consideró oportuna dicha medida, aunque ninguno de ellos llegaría ni por asomo a aproximarse a los cien años de vida; no hasta haber alcanzado un desarrollo tecnológico considerable. La muerte era el mejor invento de la vida en las especies emergentes, ya que permitía que lo viejo diese paso a lo nuevo y estimulaba el ingenio y la capacidad de superar adversidades; la muerte aceleraba la evolución. Aún así, dejó a propósito una pequeña impronta en su ADN: un surco insinuador, por si algún remoto día conseguían por ellos mismos el dominio de la genética. Entonces podrían alargar la existencia de su especie, así como darse cuenta de que no se hallaban solos en este vasto universo, pues resultaría muy evidente la huella de la «mano artificial» que los había separado de su eslabón en la cadena de evolución natural.

Al cabo de ocho meses de trabajo ininterrumpido, y según lo previsto, la nave de Kanshidú se perdió en el hiperespacio.

Por su parte Enmen cumplió con su misión…, parcialmente. Localizó todos los recursos auríferos del planeta, pero no preparó ni informó al destacamento minero sobre una decima parte de ellos. Estratégicamente dejó diseminadas por todo el planeta pequeñas concentraciones de vetas de oro; algunas de ellas de tamaño considerable incluso. «Será suficiente», pensó Enmen visualizando el futuro de los mesh evolucionados. «Será suficiente oro para que puedan desarrollarse como civilización y abandonar su planeta de origen».

Al cabo de varios meses, los destacamentos mineros partieron. Habían extraído «todo» el oro del planeta, y exportado hacia sus destinos mediante la avanzada técnica de «tele portación cuántica», que se basaba en enviar a través del hiperespacio cualquier objeto si se sabían sus coordenadas exactas —labor cartográfica que había realizado Enmen previamente—. Esta técnica podía acabar con los recursos de planetas enteros en cuestión de meses si caía en malas manos. Afortunadamente los urkunts la desconocían.

La nave de Enmen fue la última en partir de Kitimum, al día siguiente de finalizar la extracción del valioso metal. Así abandonó el planeta el último custodio.

Varios milenios después, un ser inteligente de 23 pares de cromosomas, de aspecto estilizado y escaso vello corporal, se había convertido en la especie dominante del planeta. En una noche perdida en los anales de la conciencia de su raza, en el alba de su recorrido evolutivo, un mesh evolucionado se sentó sobre un risco elevado. Era verano. Su único, blancuzco y gigantesco satélite natural engalanaba la noche con su aspecto de medio disco creciente. Por primera vez en toda la historia de Kitimum, un ser vivo autóctono alzó la vista hacia el sempiterno cielo estrellado para deleitarse con el espectáculo. El fulgor estelar caló en sus retinas, estimulando partes dormidas de su cerebro. Había despertado el primer ser con la inquietud de observar las estrellas, como si intuitivamente, o genéticamente, supiera que allí, en alguna de ellas, estaba su propio origen; su creador.

El hombre buscando a su creador
Había nacido un ser autoconsciente; un ser que se adueñaría sin duda de su planeta, y de más allá…

Habían alzado la vista hacia el firmamento, ya nada podría detenerlos.

Aimar Rollán

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