"Sólo hacen falta dos cosas para escribir: tener algo que decir, y decirlo." Oscar Wilde

miércoles, 11 de febrero de 2015

La mirada del artista

La ciudad estaba medio desierta. Sólo algunas tímidas palomas se atrevían a hacer compañía a las solitarias calles de Tordesillas en aquella hora matutina. Como cada mañana, Pedro Galván salía temprano de casa para dirigirse a su pequeño taller situado a orillas del río Duero. En su mano llevaba un maletín con pinturas nuevas que había adquirido la tarde anterior en el bazar de la vieja plaza. El hombre que se las había vendido, un mercader entrado en años, le había asegurado que eran de primera calidad, traídas nada menos que de la ilustre Florencia.
 
La mirada del artista
Imagen obtenida de: https://geografiamungia.wordpress.com/2009/12/
 Pedro, que ya contaba con cuarenta años de edad, y a pesar de llevar casi toda su vida dedicado a la pintura, no era especialmente reconocido entre los grandes artistas de la zona. No había hecho grandes trabajos excepto retratos a algún que otro duque de poco renombre. Su obra se basaba principalmente en paisajes de la bella Castilla.


Su situación económica era bastante precaria, pues difícilmente sus cuadros le daban lo suficiente como para permitirse el más mínimo lujo. Su mujer, natural del sur de León, aparte de las tareas del hogar, hacía las veces de jornalera en los campos aledaños de la ciudad. Eran pobres, pero no les faltaba lo necesario para sobrevivir.

Antes de llegar al umbral de la puerta de su taller, Pedro respiró profundamente y dirigió su mirada hacia el cielo. Esa mañana se había levantado con una gran paz interior; se sentía feliz y con ganas de comenzar a trabajar; sabía que ese estado de ánimo era propició para desplegar una gran creatividad. Sin más dilación entró a su segundo hogar. La pequeña y sombría estancia olía a una mezcla de trementina y linaza, que a pesar de ser fuerte, para un pintor apasionado aquel olor era tan suave y entrañable como una delicada esencia de jazmín.

Por alguna extraña razón se sentía seguro y feliz en aquella humilde casucha. Aquel era su rincón personal, su pequeño paraíso, su parcela del Edén. El arte era su vida; la pintura, su modo de expresar la realidad de la existencia. La pintura lo era todo para él, era su puente entre su vida interior y el mundo exterior. Pintaba para sobrevivir: no para alimentar su cuerpo con la venta de sus creaciones, sino para impedir que su alma muriese por falta de creatividad.

Colocó un lienzo de tamaño medio sobre el caballete y trazó sutiles líneas al carboncillo para delinear un paisaje. Hacía tres días había estado en una campiña del norte y había hecho el boceto de un paisaje sencillo: un árbol solitario en medio de una llanura dorada de trigo, a la sombra de varios cúmulos de nubes algodonadas. No tardó mucho en perfilar el lienzo debido a la sencillez del boceto; es más, podría haberlo dibujado de memoria incluso, ya que había estado mirándolo durante horas cuando estuvo allí presente; aún lo tenía calado en las retinas.

Decidió usar exclusivamente las nuevas pinturas para aquel cuadro, así que tomó la paleta en su mano izquierda, mezcló los colores, y con varios pinceles de marta fue animando el muerto lienzo. Eran realmente buenas aquellas pinturas, «¡Magníficas!», pensó. Pasaban las horas y seguía completamente absorto en su trabajo. El trigo parecía brillar con áureo reflejo cuando llegó la hora de hacer su habitual pausa para ir a casa a comer, mas no sentía hambre ni otra necesidad alguna que no fuese la de seguir pintando.

El cielo ya lucía celeste y emborronado en partes en las que las nubes parecían tener relieve cuando su mujer irrumpió en el taller preocupada y con un cesto de mimbre en su regazo con algo de comida.

 —¡Cielo, qué haces aquí todavía! ¿No tienes hambre? Me tenías preocupada. Te he traído un poco de comida, aunque está fría ya —dijo su mujer nada más entrar.

Pedro ni se inmuto; seguía absorto, extasiado con aquel lienzo.

—¡Dios bendito! —exclamó la mujer al reparar en lo que su marido estaba haciendo—. Pedro, es maravilloso… ¡Parece que el cuadro esté vivo!

Tampoco contestó. Continuó insuflando vida a aquel rectángulo de tela. Su concentración era perfecta. Su mujer —como toda buena mujer de artista— se sentó en un taburete a su lado, a la distancia suficiente para no molestarlo, y aguardó paciente.

Transcurrieron varias horas y el árbol ya estaba totalmente definido; se perfilaba majestuoso en aquel paisaje, cual si guardase todos los misterios del universo en su seno. Dio la última pincelada en un resquicio del árbol y por primera vez en todo el día dejó la paleta en la mesa y se echó un poco hacia atrás en la silla. No lo firmó. Suspiró.

Ningún cuadro que Pedro hubiera pintado antes, o que recordase haber visto, reflejaba tanta belleza en tanta sencillez. Era una creación perfecta. Reparó entonces en la presencia de su mujer, que lo miraba con una lágrima deslizándose por la mejilla. La abrazó. La emoción se palpaba por todo el ambiente. Volvieron a dirigir su mirada hacia el cuadro.

—¿Quién es el artista? —pensó Pedro en voz alta—. ¿Dónde está la firma del autor de esta bella creación?

—Lo has pintado tú, Pedro… —dijo su mujer un poco anonadada—. Llevas todo el día pintándolo.

—No, yo solo he retratado este paisaje, que no se asemeja ínfimamente en perfección al original… A veces pienso que la mirada del artista está en el fondo de nuestras pupilas, que el universo, en su ceguera, nos utiliza a nosotros para observarse a sí mismo.

Aimar Rollán

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