"Sólo hacen falta dos cosas para escribir: tener algo que decir, y decirlo." Oscar Wilde

domingo, 22 de febrero de 2015

Iniciación en Montesinos

Como cada dos lunaciones, salió de su guarida, situada en lo que fuera el edificio 317 de ROBOTIC SOLUTIONS S.COOP., para explorar los límites de la Mancha y mientras tanto, como decía él, ver si podía «desfacer algún tuerto» o rescatar alguna damisela en apuros. Su fiel seguidor Sancho, un robot destartalado de la serie 201 GL, recuperado milagrosamente de unos escombros, lo siguió, como de costumbre, a su par, impulsado por la tracción de sus orugas mecánicas.

Iniciación en Montesinos

    La Mancha, como se la conocía vulgarmente, era la única región del planeta que se hallaba libre de radiación. No se sabía por qué razón, pero aquel territorio de 79463 Km² en forma de corazón magullado, era el único espacio habitable que había resistido los feroces embates de la última guerra nuclear, acaecida treinta años atrás.

    Los lugareños, últimos hijos de la Tierra, conocían a nuestro personaje con el apodo de «el Quijote», en alusión a una antigua obra literaria que había soportado el azote de un milenio turbulento, y que nuestro protagonista llevaba engalanada en su adarga, a modo de escudo de armas. Todos creían que estaba loco y que cualquier día moriría devorado por la leucemia, ya que era el único que se acercaba peligrosamente a los límites de la Mancha, rozando las estériles tierras arrasadas por el Uranio-235. ¿Qué buscaba? Algunos decían que nada; que sus viajes eran fruto de su demencia. Otros decían que buscaba una utopía, otra «Mancha», otra región libre de contaminación; cuando todos sabían que aquello era imposible, que nada había «más allá». Había también quien decía que iba en busca de su amor de juventud, un amor perdido treinta años ha. Sea como fuere, el Quijote estaba decidido a realizar este nuevo viaje y a explorar la región noroccidental de la Mancha, territorio aún no explorado por él ni por su fiel Sancho.

    Siete días duró el viaje, y curiosamente, fue un viaje tranquilo y sin incidentes, algo inusual comparado con los anteriores. Las personas con las que se habían topado, eso sí, lo habían mirado y tratado con extrañeza, como de costumbre, debido a su indumentaria, sus luengas barbas, su inofensiva lanza y sobre todo, por ir montado sobre un caballo y no sobre una cápsula flotante como el común de los mortales.

    Al llegar al linde manchego, en el cual la vegetación iba desapareciendo progresivamente hasta extinguirse del todo en la frontera natural que limitaba la vida con la muerte, el Quijote miró en lontananza, cerró los ojos y con un golpe de espuela ordenó a su rocín avanzar hacia lo desconocido, o dicho de otro modo, a suicidarse. El animal, cuyos instintos aún funcionaban, se negó y retrocedió un poco relinchando. El noble hidalgo lo comprendió, se apeó, le acarició el hocico y con paso firme salió de la Mancha. Sancho lo siguió, no sin antes vacilar un poco a pesar de sentirse seguro bajo su carcasa mecánica que lo hacía prácticamente inmortal; se colocó a su par, como siempre, y caminaron ambos hacia el frente, sin mirar atrás.

    El paisaje era monótono, el que corresponde a un desolador desierto; así y todo el Quijote avanzaba seguro, confiado en encontrar lo que buscaba. Sancho de haber podido hablar —con el accidente que tuvo años atrás quedó dañada su capacidad de comunicarse, y mecánico alguno pudo restituirla jamás—, de seguro habría instado a su amo a no continuar, a retroceder, a velar por su vida añadiendo la parte de cordura que le faltaba, mas sabía que era en vano, ya que el Quijote era terco como una mula.

    Siete leguas después, con los efectos de la radiación ya calándole los huesos y habiendo cruzado el «punto de no retorno» —para salvaguardar su vida de mortal—, al pasar por un vado que separaba dos promontorios que apenas se diferenciaban el uno del otro, el suelo se abrió ante los pies de nuestros desdichados protagonistas, precipitándose ambos al vacío en una caída que parecía no tener fin.

    «¡Sancho, amigo! Esta debe ser la cueva de Montesinos, y Merlín de seguro debe encontrarse por aquí recluido». Todo esto lo dijo con la voz entrecortada ya que la caída era empicada, sin más sustento que el aire. A los 30 segundos de haber iniciado el fatal viaje descendente, comenzaron a vislumbrarse hacia su derecha, en lo que parecía una gran cavidad artificial, luces extrañas primero, lo que parecían edificios después, y más adelante el concurrir de seres activos, robots probablemente.

    —¡Todo esto ha de ser encantamiento del mago! —apenas pudo pronunciar el Quijote, cada vez más maravillado, pero al mismo tiempo más aterrorizado, pues la caída, que llegaría de un momento a otro de forma inminente, apostaba por ser fatídica.

    Las luces y toda actividad desaparecieron en pocos segundos, que ya era mucho dada la velocidad a la que se desplazaban atraídos inexorablemente por la fuerza de la gravedad. La oscuridad total y el más desolador silencio se hicieron, encogiendo el gran corazón de nuestro personaje, pero en breve, en el fondo, comenzó a surgir un resplandor fatuo, de color iridiscente, que poco a poco comenzó a adquirir el rostro de una mujer.

    —¡Dulcinea! —fue lo último que logró pronunciar el Quijote antes de que ambos seres, orgánico y mecánico, llegasen al final de su viaje vertical.


    —¡Amo! ¡Gracias a Dios que vuestra merced recupera la conciencia! Pensé que había muerto cuando lo icé de la cueva a peso muerto y no daba señales de vida —exclamó Sancho Panza aliviado al ver que Alonso Quijano regresaba sano y salvo del reino de los muertos.

    —Sancho... ¿Eres tú? —dijo aún bastante aturdido—. Dime, ¿cuánto ha que bajé?
    —Poco más de tres horas.
    —¿Tres horas? Treinta años diría yo... Pues he visto anochecer y amanecer tantas veces como en treinta años caben. ¿Y la radiación? ¿Sigue el planeta contaminado?

    —Verdad debe de decir mi señor, que como todas las cosas que le han sucedido son por encantamiento, quizá lo que a nosotros nos parece una hora allí deben de ser diez años... —dijo Sancho por no contradecirlo, pero pensando para sí que regresaba de la cueva de Montesinos más loco que nunca. 

Aimar Rollán



Nota del autor para los que no han leído El Quijote

Tal vez uno de los episodios más crípticos  y misteriosos de la obra, es cuando el Quijote desciende a la cueva de Montesinos, situada en Albacete. El Quijote descendió allí durante varias horas y se durmió; al subir contó su propia versión de lo que había visto, pero no de lo que le sucedió en realidad, por lo que se le otorga a este pasaje cierto carácter iniciático. Ello da pie a hacer volar la imaginación y crear relatos como este, donde todo es posible.

No hay comentarios:

Publicar un comentario