"Sólo hacen falta dos cosas para escribir: tener algo que decir, y decirlo." Oscar Wilde

jueves, 29 de enero de 2015

Los dioses custodios (primera parte)

—¿Se sabe algo de la decisión del Consejo? —preguntó Kanshidú en un tono que denotaba hastío.

—Aún no —respondió Enmen calmadamente—. Te noto muy tenso últimamente, te convendría no involucrarte tanto con este asunto; llevamos cuatro siglos en este planeta, y tres planteándonos la posibilidad de manipular genéticamente a los mesh; pero ya sabes que la decisión no es sencilla, ni nos corresponde a nosotros tomarla.
 
Los dioses custodios

—Lo sé, pero veo tantas ganancias en ello, que los beneficios superan con creces cualquier cuestión moral. Esta raza está perdida sin nuestra ayuda; necesitarían millones de años de evolución natural para llegar a donde nosotros podríamos conducirla en unas pocas generaciones. Además, en este planeta tan rico en recursos, es un imperativo para nosotros disponer de mano de obra abundante y fácilmente manipulable.

—¿Quieres revivir el fantasma de la esclavitud? ¿Has olvidado nuestra propia historia? Si ayudamos a estos nativos no es para nuestros fines personales.

—Eres un iluso idealista Enmen, como la mayoría de los miembros del Consejo, de hoy y de ayer, pero estás negando la realidad. Estamos en guerra con los urkunts, y hemos agotado la mayoría de los recursos naturales de todos los sistemas planetarios que controlamos, especialmente los metales, con especial relevancia del oro. Ya sé que Kitimum está en uno de los brazos exteriores de la galaxia, muy alejado de nuestra civilización, y que resultaría muy costosa la exportación, pero es una solución plausible para nuestro pueblo. Si no fuera por los principios morales que rigen nuestras leyes, ya habríamos colonizado este planeta y realizado el expolio. ¿Qué nos impide hacerlo? Estos homínidos estúpidos de limitada inteligencia y corta vida… Y nulo futuro sin nuestra mano.

—¿Eres consciente de lo que estás diciendo? ¿Cómo puedes hablar así? Sabes que esas son las normas —le interrumpió Enmen—. Si un planeta alberga indicios de vida inteligente, por muy primitiva que sea, debemos mantenernos al margen, y a lo sumo hacer sutiles incursiones de reconocimiento, investigación, y extracción de pequeñas cantidades de recursos naturales; todo ello sin alterar e influir en el desarrollo natural de los nativos. Esta ley la cumplen todas las razas de la «Confederación Galáctica», así que no vuelvas a insistir en ello. No sé porque te explico todo esto si los sabes perfectamente, llevamos cuatrocientos años juntos, encargados de este planeta. 

—¡Necesitamos el oro, maldita sea! No podemos ganar esta guerra contra los malditos urkunts y asegurar la paz de la galaxia sin el oro que alimenta nuestros motores gravitatorios y escudos de defensa.

—Por ese motivo está debatiendo el Consejo este asunto —le respondió Enmen fríamente.   

—Somos de los mejores genetistas de la galaxia; llevamos más de tres siglos viniendo esporádicamente a este planeta; hemos estudiado a fondo a los mesh, y sabes tan bien como yo que sería un éxito total fusionar sus cromosomas 2 y 3. En dos siglos podríamos volver y utilizarlos como mano de obra o como soldados, si es que aún seguimos en guerra, y si no, rezo por ello, los dejamos solos en su planeta, hasta que sean lo suficientemente maduros. Pase lo que pase ganaríamos todos, ya que en mi opinión están condenados si no intervenimos; jamás pasarán de ser animales —dicho esto, Kanshidú, notablemente airado, se despidió y corto la videoconferencia.

Con cierta preocupación, y perplejo por las palabras y comportamiento de su amigo, Enmen abandonó su camarote y fue a ponerse la escafandra plateada, necesitaba estar a solas y abandonar la base unas horas.

El planeta Kitimum poseía una gran belleza, y mientras paseaba por un frondoso bosque aledaño a la nave espacial que hacía de base, Enmen pensó que Kanshidú tenía razón en sus argumentos, y sabía que muchos miembros del Consejo opinaban igual. Un gran dilema sin duda: jugar a ser dioses o arriesgarse a perder su civilización. Él también esperaba con impaciencia la respuesta del Consejo, eran tiempos cruciales.


Mientras caminaba absorto en sus pensamientos, a lo lejos divisó un grupo de mesh. Rápidamente accionó el mecanismo de invisibilidad de su escafandra, y se quedó para observarlos, como tantas otras veces había hecho. Los mesh eran homínidos muy rudimentarios, de baja estatura y mucho vello corporal; con una tecnología apenas reducida a la creación del fuego y de unos cuantos útiles líticos. A pesar de ello compartían una vía evolutiva común, pues la raza de Enmen también provenía de un antepasado homínido, y en cierta medida eran parientes en este vasto universo en el cual habitaban tantas razas diferentes. Los urkunts por ejemplo, provenían de un antepasado saurio.

Se acercó un poco más a ellos, y como casi siempre que lo hacía, sintió simpatía y compasión por ellos a pesar de su aspecto grotesco, pues perfectamente podrían haber sido sus antepasados; era como si estuviera haciendo un viaje al remoto pasado de su planeta. Los conocía bien, ya que había hecho muchos experimentos con ellos a lo largo de casi cuatrocientos años, y sabía perfectamente como manipularlos genéticamente para crear una nueva especie inteligente, similar a la suya; especie con capacidad para dominar su entorno y colonizar las estrellas en un futuro lejano.

La respuesta del consejo llegó tres meses después, y no era nada buena. Habían perdido terreno en la guerra y varios sistemas solares, incluido el planeta madre corrían peligro. El Consejo había decidido tras estos excepcionales acontecimientos, y especialmente al verse amenazado el planeta madre —planeta que no podía perderse de ninguna manera: la gran joya azul cuna de su civilización—, violar las reglas de no intervención y extraer todo el oro posible del planeta Kitimum, aun a riesgo de alterar la evolución nativa. Proponían hacer un expolio en toda regla; la guerra era la guerra, ahora y siempre antes de ahora. Pero lo que peor sentó a los dos capitanes fue la derogación de la manipulación genética de los mesh, ya que sería necesario demasiado tiempo para que les fueran útiles y efectivos. Así era la urgencia de la guerra.


Diez destacamentos mineros estaban ya rumbo a Kitimum; el viaje duraría nueve meses, y mientras tanto se le había ordenado al capitán Enmen y su tripulación quedarse en el planeta y cartografiar las coordenadas exactas de todas las vetas de oro existentes, para que cuando llegasen los destacamentos con el avanzado sistema de extracción y exportación, ya tuviesen esa tarea adelantada. En cuanto al capitán Kanshidu y su tripulación, la orden era que partieran de inmediato hacia el sistema Surlash, sito a 800 años luz de Kitimum, ya que se necesitaba con urgencia un capitán médico en el frente del oeste, donde las bajas ocasionadas por la guerra eran cuantiosas.

El indicador del intercomunicador parpadeó. Enmen accionó el dispositivo y la pared de su camarote volvió a convertirse en pantalla interactiva. Kanshidú apareció al otro lado, notablemente consternado.

—Lo siento mucho… —le dijo Enmen tímidamente. A pesar de sus diferencias de opinión, eran colegas e incluso amigos desde hacía muchísimos años, y estaba afectado emocionalmente por la decisión del Consejo en lo relativo al destino de Kanshidú.

—Sí… no esperaba algo así —apenas sí le salían las palabras—. Aunque me alegro por la afirmativa sobre la extracción del oro, eso ayudará a nuestro pueblo.

—Si hay algo que pueda hacer por ti…, amigo…

Los ojos de Kanshidú destellaron, y pasaron del abatimiento a una mezcla entre resentimiento, ira y determinación.

—Llevamos cuatrocientos años custodiando y estudiando este planeta; somos las máximas autoridades y los que mejor conocemos a los mesh de todo el universo. No quiero abandonar este proyecto e ir a luchar, y probablemente morir, en un sector de la galaxia en el que nunca he estado. ¡No es justo!

Enmen no articulaba palabra; miraba con compasión a Kanshidú y se ponía en su lugar, pues perfectamente podrían haberse invertido los papeles.

—¿Y qué será de los mesh? Si saqueamos todas las reservas de oro del planeta, los estamos condenando aún más en su lenta evolución hacia seres inteligentes; pues aunque lleguen a desarrollar plenamente su cerebro por casualidad, no sin antes transcurrir millones de años de evolución natural, no podrán florecer plenamente como civilización sin el elemento oro.

—Bueno, tal vez encuentren un sustituto… —comentó Enmen vacilante, pues sabía que lo que Kanshidú afirmaba era cierto.

—¡Tenemos que hacer algo, Enmen! ¡Somos los custodios de este planeta!

—Cálmate amigo…

—¡No me calmo! He invertido un tercio de mi vida en este planeta; he renunciado a mi mujer y mis hijos por estar aquí; he servido a nuestra raza y a la «Confederación Galáctica» en todo lo que me han ordenado. No merezco la nueva misión que me han encomendado.

—Lo sé —le interrumpió Enmen—, pero estamos en guerra, y hay que saber distinguir lo urgente de lo importante; y lo urgente ahora mismo es ganar esta maldita guerra contra los urkunts. Entiendo cómo te sientes, y si pudiera me cambiaría por ti.

—¿Ah sí? Pues haz la petición al consejo y cámbiate por mí.

Enmen se arrepintió al instante de lo que había dicho; había hablado demasiado. No se puede prometer lo que no se puede, o no se quiere cumplir. Guardó silencio.

—Lo sabía —sentenció Kanshidú con cierto odio en sus ojos—. Tú sólo sabes hablar, hablar y hablar; pero a la hora de la verdad eres incapaz de actuar, ni para bien ni para mal. Eres un títere. Prométeme al menos una cosa, que ayudarás a los mesh modificándolos genéticamente.

—No puedo hacer eso…, sin la autorización del Consejo.

—No esperaba otra cosa de ti —sentenció Kanshidú mientras cortaba la comunicación. Esa fue su despedida.



Aimar Rollán

No hay comentarios:

Publicar un comentario