"Sólo hacen falta dos cosas para escribir: tener algo que decir, y decirlo." Oscar Wilde

domingo, 18 de enero de 2015

La habitación 408

    Se abrió la puerta del ascensor y nuestras miradas se cruzaron durante unas breves fracciones de segundo. Ella salía, yo entraba. El profundo color azul de sus ojos me impactó. El habitáculo del ascensor aún guardaba el aroma de su presencia: un olor almizclado. No podía dejar de hacerme preguntas sobre ella; era evidente que me había cautivado en aquel breve encuentro. Morena, delgada, de ojos azules y con aroma almizclado; nada más pude saber de ella, ni nada más podría haber sabido, debido a la brevedad de nuestro encuentro.

Serendipity


    ¿De dónde sería? ¿Tendría pareja? ¿A qué se dedicaría? ¿Qué alegrías enaltecerían su corazón, así como qué temores la asolarían en sus horas oscuras? No pude hacerme ninguna pregunta más, ya que la puerta del ascensor se abrió nuevamente. Había llegado a mi destino: la tercera planta del Hotel Royal Plaza, situado en un lugar céntrico de Ibiza. Mientras abría la puerta de mi habitación, una sonrisa se dibujó en mi cara, pues acababa de advertir, en mi memoria, que la chica había salido del ascensor sin maletas... Aquello me daba la posibilidad de volverla a ver.

    Me tumbé en la cama; estaba cansado y tenía un poco de resaca del día anterior. Pensé en aquellos días de vacaciones, pensé en mi vida, pensé en ella..., la desconocida del ascensor.


    El día siguiente lo pasé en la playa a pesar de que no hacía un día del todo soleado. Me bañé unas cuantas veces, avancé bastante en la lectura de una novela que estaba leyendo y di varios paseos. Antes de regresar al hotel, me entretuve en el paseo marítimo comprando algunos souvenirs. También compré una botella de whisky y zumo de naranja.
   
    Sobre las diez de la noche comencé a beber en mi habitación. Bebía porque me gustaba, porque me animaba y porque así ahorraba un poco de dinero después, cuando salía a tomar algo por los bares y ya no necesitaba beber tanto. A las once me había bebido más de media botella de whisky y notaba claramente esa euforia que te da el alcohol y que te hace ver «posibles» donde antes había «imposibles». Cogí el teléfono de mi habitación para llamar a recepción y que me trajesen un bocadillo de lomo con queso —no había cenado nada y mi estómago necesitaba algo sólido—. Antes de marcar el número de recepción, me pregunté qué pasaría si marcaba otro número. Mi número de habitación era el 315. Si marcaba el 408, por ejemplo, ¿significaba que estaba llamando a alguien de la cuarta planta? Antes de poner el interrogante final en mi mente, mi dedo ya había marcado y pulsado el botón de llamada. A los dos segundos una voz de mujer irrumpió al otro lado de la línea:

    —¿Hola?

    —Hola... —Reaccioné rápido y logré inventarme algo—. Perdona si te molesto; verás, estoy alojado en la tercera planta, he marcado un número al azar y me has salido tú... Perdona mi osadía pero, ¿te apetece salir a dar un paseo y tomar algo? Estoy solo y prefiero salir acompañado.
   
    Una parte de mí me reprochaba lo que acababa de hacer, mientras otra, divertida, esperaba que me mandase a la mierda, colgara el teléfono, y cinco minutos después subiera alguien de recepción a llamarme la atención por haber molestado a un huésped.

    —Ven dentro de quince minutos a mi habitación, te abriré la puerta y si percibo que no eres un psicópata, iré contigo a tomar algo. Yo también estoy sola y me apetece salir.
   
    —De acuerdo, hasta ahora.

    Colgué el teléfono y no daba crédito a lo que acababa de suceder. Bebí un trago largo de whisky para no despertar de aquella realidad, omití el paso de llamar a recepción por lo del bocadillo, me di una ducha rápida y me vestí con la ropa más decente que me quedaba limpia.

    Allí estaba, enfrente de la puerta 408, un poco nervioso; sin pensármelo mucho toqué la puerta y al abrirse, mi corazón dio un respingo. ¡Sí, era la chica del ascensor! «¡Venga ya!», pensaréis, «Era obvio, estaba cantado que iba a ser ella; el desenlace era predecible», clamaréis. Sí, puede parecer eso, pero así es como sucedió y así es como debo contarlo.

    Debí de darle una buena impresión, pues salimos a tomar algo y a pasear juntos por la bahía. Yo no sé si fue debido al exceso de wiskhy y a tener el estómago vacío, o al efecto que produce la saeta del esquivo Cupido, pero aquella noche me sentí vivo, pleno y luminoso, como si me hallara en el punto más álgido de mi vida. No la besé ni la abracé, a pesar de que ardía en ganas, porque supuse que tendría una larga vida para hacerlo... Ella se marchó al día siguiente; yo dos días después. No nos dimos ningún dato personal de contacto. Sólo sé que se llamaba Laura y que vivía en Madrid. No volví a verla. De eso hace quince años.

    Desde entonces, he ido vagando de hotel en hotel, y cada vez que se abre la puerta de un ascensor delante de mí, espero que unos ojos marrones, a modo de islote, me salven, pues naufragué en los ojos oceánicos de Laura y no hallo la forma de salir de ellos; su recuerdo llena mi mente desde entonces, con la oscura sombra de la promesa luminosa de volver a encontrarnos.

Aimar Rollán

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